La mayor parte de cuanto se sabe sobre él procede de tres
contemporáneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el
filósofo Platón. El primero retrató a Sócrates como un sabio absorbido por la
idea de identificar el conocimiento y la virtud, pero con una personalidad en la
que no faltaban algunos rasgos un tanto vulgares. Aristófanes lo hizo objeto de
sus sátiras en una comedia, Las nubes (423), donde se le identifica con
los demás sofistas y es caricaturizado como engañoso artista del discurso.
Estos dos testimonios matizan la imagen de Sócrates ofrecida por
Platón en sus Diálogos, en los que aparece como figura principal, una
imagen que no deja de ser en ocasiones excesivamente idealizada, aun cuando se
considera que posiblemente sea la más justa.
Se tiene por cierto que Sócrates se casó, a una edad algo
avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo. Cierta tradición ha
perpetuado el tópico de la esposa despectiva ante la actividad del marido y
propensa a comportarse de una manera brutal y soez.
En cuanto a su apariencia, siempre se describe a Sócrates como un
hombre rechoncho, con un vientre prominente, ojos saltones y labios gruesos, del
mismo modo que se le atribuye también un aspecto desaliñado. Sócrates se habría
dedicado a deambular por las plazas y los mercados de Atenas, donde tomaba a las
gentes del común (mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para
someterlas a largos interrogatorios.
Este comportamiento correspondía, sin embargo, a la esencia de su
sistema de enseñanza, la mayéutica, que él comparaba al arte que ejerció
su madre: se trataba de llevar a un interlocutor a alumbrar la verdad, a
descubrirla por sí mismo como alojada ya en su alma, por medio de un diálogo en
el que el filósofo proponía una serie de preguntas y oponía sus reparos a las
respuestas recibidas, de modo que al final fuera posible reconocer si las
opiniones iniciales de su interlocutor eran una apariencia engañosa o un
verdadero conocimiento.
La cuestión moral del conocimiento del bien estuvo en el centro de
las enseñanzas de Sócrates, con lo que imprimió un giro fundamental en la
historia de la filosofía griega, al prescindir de las preocupaciones
cosmológicas de sus predecesores. El primer paso para alcanzar el conocimiento,
y por ende la virtud (pues conocer el bien y practicarlo era, para Sócrates, una
misma cosa), consistía en la aceptación de la propia ignorancia.
Sin embargo, en los Diálogos de Platón resulta difícil
distinguir cuál es la parte que corresponde al Sócrates histórico y cuál
pertenece ya a la filosofía de su discípulo. No dejó doctrina escrita, ni
tampoco se ausentó de Atenas (salvo para servir como soldado), contra la
costumbre de no pocos filósofos de la época, y en especial de los sofistas, pese
a lo cual fue considerado en su tiempo como uno de ellos.
Con su conducta, Sócrates se granjeó enemigos que, en el contexto
de inestabilidad en que se hallaba Atenas tras las guerras del Peloponeso,
acabaron por considerar que su amistad era peligrosa para aristócratas como sus
discípulos Alcibíades o Critias; oficialmente acusado de impiedad y de corromper
a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa,
hubiera demostrado la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según
relata Platón en la apología que dejó de su maestro, éste pudo haber eludido la
condena, gracias a los amigos que aún conservaba, pero prefirió acatarla y
morir, pues como ciudadano se sentía obligado a cumplir la ley de la ciudad,
aunque en en algún caso, como el suyo, fuera injusta. Peor habría sido la
ausencia de ley.
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